Loki

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Loki

Loki es muy apuesto. Es elocuente, convincente, atractivo y el más taimado, sutil y artero de todos los habitantes de Asgard. Es una pena, por lo tanto, que albergue tanta oscuridad en su interior: tanta ira, envidia y lascivia.
Loki es hijo de Laufey, también conocida como Nal, «aguja», por ser delgada, aguda y hermosa. Se dice que su padre era Farbauti, un gigante tan temible como su nombre, que significa «el que asesta golpes peligrosos».
Loki camina por el cielo con zapatos voladores y puede cambiar de forma para
parecer otra persona o animal, pero su verdadera arma es su mente. Es más sutil e ingenioso que cualquier otro dios o gigante. Ni siquiera Odín lo supera en astucia.
Odín lo considera su hermano. Los otros dioses no saben cuándo llegó a Asgard, ni cómo. Es amigo de Thor, pero lo traiciona. Los dioses lo toleran, tal vez porque sus planes y estratagemas los salvan con tanta frecuencia como les causan problemas.

Gracias a Loki, el mundo es mucho más interesante, pero también más peligroso. Loki es padre de monstruos y autor de infortunios. Es un dios retorcido y taimado.
Bebe en exceso y, cuando está ebrio, no controla sus palabras, ni sus pensamientos, ni sus actos. Loki y sus hijos estarán presentes cuando llegue el Ragnarok, el fin de todas las cosas, pero no lucharán al lado de los dioses de Asgard.

Los hijos de Loki

Loki era muy apuesto y él lo sabía. La gente le tenía simpatía y habría querido confiar en él, pero Loki era voluble y egoísta en el mejor de los casos, y taimado y malévolo en el peor. Estaba casado con Sigyn, que había sido feliz y hermosa mientras Loki la cortejaba, pero con el tiempo se había vuelto desconfiada y triste, como si siempre estuviera esperando una mala noticia. Con ella, Loki tuvo un hijo, Narfi, y más adelante otro, Vali. A veces, Loki se marchaba durante mucho tiempo y no regresaba, y entonces parecía como si Sigyn estuviera esperando la peor de todas las noticias. Al final, Loki volvía siempre a su lado con mirada furtiva y expresión culpable, pero a la vez con aspecto de sentirse muy orgulloso de sí mismo.

Se marchó tres veces y otras tres veces regresó después de una larga ausencia. La tercera vez que Loki volvió a Asgard, Odín lo mandó llamar. —He tenido un sueño —le dijo el sabio dios de un solo ojo—. Sé que tienes hijos. —Tengo uno, Narfi, que es un buen chico, aunque debo confesar que no siempre escucha a su padre, y otro más, Vali, que es sensato y obediente. —No me refiero a ellos. Tienes otros tres hijos, Loki. Te has estado escapando para pasar muchos días y noches en la tierra de los gigantes del hielo, en compañía de la giganta Angrboda, que te ha dado tres hijos. Lo he visto con los ojos de la mente, mientras dormía, y mis visiones me han revelado que esos hijos tuyos serán los peores y más formidables enemigos de los dioses en tiempos venideros.

Loki no dijo nada. Intentó parecer avergonzado, pero solo consiguió mostrarse satisfecho. Odín convocó entonces a los dioses, con Tyr y Thor a la cabeza, y les anunció que partirían de inmediato hacia el lejano Jotunheim, el reino de los gigantes, para traer a Asgard a los hijos de Loki. En su viaje a la tierra de los gigantes, los dioses tuvieron que enfrentarse a muchos peligros, antes de llegar a la casa de Angrboda.

La giganta no esperaba su visita y había dejado a los niños jugando juntos en la gran sala. Los dioses quedaron horrorizados al ver a los hijos de Loki y Angrboda, pero no se arredraron. Atraparon a los niños y los ataron. Al mayor lo cargaron entre todos, amarrado al tronco de un pino; al segundo le cerraron la boca con un bozal hecho con ramas de sauce anudadas y le pasaron una soga por el cuello a modo de correa; y a la tercera le permitieron que caminara al lado de sus hermanos, sombría e inquietante.

Los que marchaban a la derecha de la hija de Loki veían solamente una niña preciosa, mientras que aquellos que caminaban a su izquierda intentaban no mirarla, porque no veían más que una niña muerta, con la piel y la carne negras y putrefactas, andando entre los vivos. —¿Te has dado cuenta? —le preguntó Thor a Tyr a la tercera jornada del viaje de regreso, cuando atravesaban el país de los gigantes del hielo.

Habían acampado en un pequeño claro para pasar la noche y Tyr le estaba rascando el cuello peludo al segundo hijo de Loki con su enorme mano izquierda. —¿De qué? — De que los gigantes no nos persiguen. Ni siquiera la madre de las criaturas viene detrás de nosotros. Es como si hubieran estado deseando que nos lleváramos de Jotunheim a los hijos de Loki. —Eso que dices es una tontería —soltó Tyr, pero mientras lo decía se estremeció, a pesar del calor que hacía junto al fuego.

Al cabo de otras dos duras jornadas de viaje, llegaron al gran pabellón del trono de Odín. — Estos son los hijos de Loki —anunció brevemente Tyr. El mayor seguía atado al tronco de un pino y para entonces ya era más alto que el árbol al que estaba amarrado. Se llamaba Jormungundr y en realidad era una serpiente. —Ha crecido varios pies en estos días, mientras la traíamos hacia aquí —dijo Tyr. —Tened cuidado —advirtió Thor—. Escupe un veneno negro y ardiente. Intentó escupirme, pero falló. Por eso le atamos la cabeza al árbol. —Es una criatura —dijo Odín—. Todavía está creciendo.

La enviaremos a donde no pueda hacerle daño a nadie. Odín llevó a Jormungundr a orillas del mar que hay más allá de todas las tierras, al océano que se extiende alrededor de Midgard, y allí la soltó. Enseguida la vio reptar y deslizarse bajo las olas, y alejarse nadando con sinuoso movimiento. El padre de todos se quedó mirando con su único ojo a la serpiente hija de Loki, hasta verla desaparecer más allá del horizonte, y entonces se preguntó si habría hecho lo correcto. No lo sabía.

Había actuado tal como le habían indicado sus sueños, pero los sueños saben más de lo que revelan, incluso al más sabio de los dioses. La serpiente seguiría creciendo bajo las aguas grises del océano del mundo, hasta rodear toda la tierra, y la gente la llamaría Jormungundr, la serpiente de Midgard.

Entonces, Odín regresó a la gran fortaleza de Asgard y le ordenó a la hija de Loki que diera un paso al frente. La observó con atención. Del lado derecho de la cara, su mejilla era blanca y sonrosada; su ojo era verde, como los ojos de Loki; y sus labios, rojos y carnosos.

Del lado izquierdo, sin embargo, tenía la piel estriada y amoratada, con la tumefacción de la muerte; su ojo sin vida parecía pálido y podrido, y tenía media boca retraída y marchita, sobre unos dientes pardos de calavera. —¿Cómo te llamas, niña? —le preguntó Odín. —Me llaman Hel —respondió ella—, para servirte, ¡oh, padre de todos! —Tengo que reconocer que eres una niña muy educada —dijo el dios. Hel no respondió.

Se limitó a mirarlo con su ojo verde, de mirada aguda como una aguja de hielo, y con su otro ojo pálido y muerto, y Odín no vio miedo en ninguno de los dos. —¿Estás viva? —le preguntó—. ¿O eres un cadáver? —Simplemente, soy yo, Hel, hija de Angrboda y Loki —respondió la niña—. Me gustan sobre todo los muertos, porque son sencillos y me tratan con respeto. En cambio, los vivos me miran con repugnancia. Odín contempló a la niña y recordó sus sueños. Entonces dijo: — Esta niña será la reina del más profundo de los abismos oscuros, la soberana de los muertos de los nueve mundos. Será la reina de esas pobres almas que mueren sin gloria: de vejez o enfermedad, de accidente o de parto. Los guerreros que caigan en combate vendrán al Valhalla con nosotros, pero aquellos que conozcan una muerte menos digna serán sus súbditos y la asistirán en las tinieblas. Por primera vez desde que la habían separado de su madre, la niña Hel sonrió con la mitad de la boca.

Odín la condujo al mundo tenebroso, le enseñó el salón inmenso donde recibiría a sus súbditos y la acompañó mientras ponía nombre a sus posesiones. —A este cuenco lo llamaré Hambre —dijo Hel—. Este cuchillo se llamará Inanición y mi cama será el Lecho de Muerte. De ese modo, quedó resuelta la situación de dos de los hijos de Loki con Angrboda: uno se quedaría en el océano y la otra habitaría para siempre las profundidades oscuras del mundo subterráneo. Pero ¿qué hacer con el tercero?

Durante el trayecto desde el país de los gigantes, el tercero y más pequeño de los hijos de Loki era del tamaño de un cachorro, y Tyr había pasado muchos momentos rascándole el cuello y jugando con él, después de retirarle el bozal de ramas de sauce. Era un lobezno gris y negro, con ojos del color del ámbar oscuro. El lobezno comía carne cruda, pero hablaba con la lengua de los dioses y los hombres, y era una criatura orgullosa. La pequeña bestia se llamaba Fenrir.

También Fenrir crecía con gran rapidez. Si un día era grande como un lobo, al día siguiente ya tenía el tamaño de un oso de las cavernas, y al poco tiempo era tan corpulento como un alce gigantesco. Todos los dioses le temían, excepto Tyr, que seguía jugando con él y era el único que le llevaba a diario carne cruda para que comiera. Cada día, la bestia comía más que el día anterior, y se volvía más fuerte y feroz.

Odín veía crecer al niño lobo con aprensión, porque en sus sueños la bestia estaba presente en el final de todas las cosas, y lo último que veía Odín en sus sueños del futuro eran los ojos de color topacio y los afilados dientes blancos del lobo Fenrir. Los dioses se reunieron en asamblea y decidieron que era preciso inmovilizarlo.

Entonces fabricaron en sus fraguas robustos grilletes y pesadas cadenas, y fueron a ver a Fenrir. —¡Ven aquí! —lo llamaron los dioses, como si fueran a proponerle un nuevo juego—. ¡Qué rápido has crecido, Fenrir! Nos gustaría poner a prueba tu fuerza y para eso te hemos traído estas pesadas cadenas y estos robustos grilletes. ¿Serás capaz de romperlos? —Creo que sí —respondió el lobo—. Atadme.

Los dioses le rodearon el cuerpo con las cadenas y le ajustaron los grilletes a las patas. Durante todo el proceso, Fenrir permaneció inmóvil, mientras los dioses intercambiaban sonrisas, al tiempo que encadenaban al lobo gigantesco. —¡Ahora! —gritó Thor.

Fenrir tensó y estiró los músculos de las patas, y las cadenas se partieron como ramas secas. El gran lobo levantó la cabeza y aulló a la luna. Fue un aullido de júbilo y victoria. —He roto vuestras cadenas —dijo—. No lo olvidéis nunca. —No lo olvidaremos —respondieron los dioses. Al día siguiente, Tyr fue a llevarle la comida al lobo. —Rompí las cadenas —dijo Fenrir—. Las rompí con facilidad. —Así es —confirmó Tyr. —¿Crees que volverán a ponerme a prueba?

Sigo creciendo y cada día soy más fuerte. —Volverán a ponerte a prueba. Me apostaría la mano derecha a que lo harán — dijo Tyr. El lobo seguía creciendo, pero los dioses estaban en la fragua, forjando un nuevo juego de cadenas. Cada eslabón de cada una de las cadenas era tan pesado que un hombre normal no habría sido capaz de levantarlo.

El metal era el más resistente que habían hallado los dioses: hierro de las profundidades de la tierra, mezclado con hierro caído del cielo. Cuando terminaron de forjar las cadenas, les pusieron nombre: Dromi. Después las llevaron al lugar donde Fenrir dormía. El lobo abrió los ojos. —¿Otra vez? —dijo. —Si puedes escapar de estas cadenas —dijeron los dioses—, entonces la fama de tu fuerza alcanzará los nueve reinos y tuya será la gloria. Si unas cadenas como estas no son suficientes para sujetarte, entonces tu fuerza es superior a la de todos los dioses y los gigantes juntos.

Fenrir asintió y echó un vistazo a las cadenas Dromi, las mayores que había visto jamás, más fuertes y resistentes que cualquier otra sujeción. —No hay gloria sin riesgo —dijo el lobo al cabo de unos instantes—. Creo que podré romper esas cadenas. Ponédmelas. Lo encadenaron. El gran lobo se estiró y tensó los músculos, pero las cadenas resistieron.

Los dioses se miraron y la victoria comenzó a vislumbrarse en sus ojos, pero la enorme bestia empezó a retorcerse, a sacudirse y patalear, y a tensar cada uno de sus músculos y tendones. Le brillaban los ojos, los dientes le resplandecían y echaba espuma por las fauces.

Gruñía mientras se sacudía y luchaba con todas sus fuerzas. Los dioses retrocedieron involuntariamente, y fue una suerte que lo hicieran, porque las cadenas se quebraron y rompieron con tal violencia que los trozos salieron despedidos a gran distancia en todas las direcciones. Incluso al cabo de mucho tiempo, los dioses seguirían encontrando fragmentos de grilletes destrozados, incrustados en los troncos de los árboles más grandes de las montañas. —¡Sí! —gritó Fenrir, aullando en la victoria como un lobo y a la vez como un hombre. Pero el lobo observó que los dioses testigos de su esfuerzo no parecían alegrarse de su victoria. Ni siquiera Tyr se alegró.

Fenrir, hijo de Loki, se dijo que debía reflexionar sobre ese y otros asuntos. Y el lobo Fenrir siguió creciendo y a cada día que pasaba se iba haciendo más grande y voraz. Odín también reflexionaba, meditaba y sopesaba los hechos. Toda la sabiduría del pozo de Mimir era suya, y también la que había adquirido tras colgarse del árbol del mundo, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio.

Al final, llamó al elfo de luz Skirnir, mensajero de Frey, y le describió la cadena llamada Gleipnir. Skirnir montó en su caballo y se dirigió a Svartalfheim a través del puente del arco iris, con instrucciones para que los enanos fabricaran una cadena distinta de todas las conocidas hasta entonces.

Los enanos se estremecieron al escuchar la descripción que les hizo Skirnir del encargo y le anunciaron su precio. Skirnir aceptó, pues Odín le había indicado que aceptara, por muy alto que fuera el precio fijado. Entonces, los enanos reunieron los ingredientes necesarios para fabricar la cadena Gleipnir. Y los seis ingredientes que reunieron los enanos fueron estos: Primero, las huellas de un gato. Segundo, las barbas de una mujer.

Tercero, las raíces de una montaña. Cuarto, los tendones de un oso. Quinto, el aliento de un pez. Y sexto y último, la saliva de un pájaro. Cada una de esas cosas fue necesaria para fabricar la cadena Gleipnir. (¿Decís que nunca habéis visto ninguno de esos ingredientes? ¡Claro que no! Los enanos los acaparan para fabricar sus inventos).

Cuando los enanos terminaron el trabajo, le entregaron a Skirnir un cofre de madera. Dentro del cofre había una especie de cinta de seda, blanda y suave al tacto. Era casi transparente y prácticamente no pesaba nada. Skirnir volvió a Asgard en su caballo, con el cofre a su lado. Llegó a última hora de la tarde, cuando ya había anochecido. Les enseñó a los dioses lo que traía del taller de los enanos y todos quedaron admirados.

Entonces, los dioses se dirigieron juntos a las orillas del lago negro y, una vez allí, llamaron a Fenrir por su nombre. El lobo acudió corriendo, como habría hecho un perro cuando lo llama su amo, y los dioses se maravillaron al verlo cada vez más grande y poderoso. —¿Qué ha pasado? —preguntó el lobo. —Hemos conseguido la más fuerte de las ataduras —le dijeron—. Ni siquiera tú podrías romperla. Fenrir sacó pecho, orgulloso. —Puedo romper cualquier cadena —afirmó. Odín abrió una mano y le enseñó la cinta Gleipnir, que resplandecía a la luz de la luna. —¿Eso? —dijo el lobo—. ¡Pero si no es nada! Los dioses se pusieron a tirar de ella, para demostrarle su resistencia. —Ni siquiera nosotros podemos romperla.

El lobo observó un momento la cinta de seda que sujetaban los dioses, brillante como la estela de un caracol o como la luz de la luna sobre las olas, y enseguida desvió la mirada, porque no la encontró interesante. —No —dijo—. Traedme cadenas de verdad y grilletes reales, grandes y pesados, para que pueda demostraros mi fuerza. —Gleipnir es más fuerte que cualquier cadena o grillete —replicó Odín—. ¿Acaso tienes miedo, Fenrir? —¿Miedo? ¡Ni por asomo! ¿Qué pasará si rompo una cinta delgada como esa? ¿Crees que ganaré fama y gloria? ¿Piensas que la gente cantará las hazañas del poderoso lobo Fenrir? ¡Romper esa cinta no me proporcionará ninguna gloria! —Tienes miedo —insistió Odín. La enorme bestia olfateó el aire. —Huelo trampa y engaño —dijo el lobo, con sus ojos de color ámbar refulgentes a la luz de la luna—. Y aunque sigo creyendo que tu Gleipnir no es más que una cinta, no consentiré que me atéis con ella. —¿Tú? ¿El mismo que ha roto las cadenas más pesadas y fuertes que jamás se han fabricado? ¿Tienes miedo de esta cinta? —exclamó Thor. —No tengo miedo de nada —gruñó el lobo—.

Más bien creo que vosotros, pequeños seres, me tenéis miedo a mí. Odín se rascó la barba. —No eres tonto, Fenrir. Aquí no hay ningún engaño, pero comprendo tu renuencia.

Solo un guerrero muy valiente se dejaría atar con cadenas que no pudiera romper. Pero como padre de los dioses te aseguro que, si no eres capaz de romper una cinta como esta, una simple cinta de seda, como tú mismo has dicho, entonces comprenderemos que no hay motivo para temerte y te dejaremos libre para que vayas a donde te plazca. El lobo soltó un prolongado gruñido.

—Mientes, padre de todos. Mientes como otros respiran. Si pudieras atarme con cadenas que no pudiera romper, no me soltarías, sino que me dejarías atado para siempre. Creo que tu plan es abandonarme y traicionarme. No consentiré que me atéis con esa cinta. —Bonitas y valientes palabras —dijo Odín—, pero no son más que palabras para ocultar tu cobardía, Fenrir. Tienes miedo de que te atemos con esta cinta de seda. No hacen falta más explicaciones.

El lobo se echó a reír, con la lengua colgando de la boca y enseñando los aguzados dientes, cada uno del tamaño del brazo de un hombre. —En lugar de poner en duda mi valor, demuéstrame que no me has tendido una trampa. Puedes atarme, siempre que uno de vosotros deje su mano dentro de mi boca.

Le cogeré suavemente la mano con los dientes, sin morder. Si no hay trucos ni engaños, abriré la boca cuando haya roto la cinta o cuando tú me hayas soltado, y nadie sufrirá ningún daño. Juro que si uno de vosotros acepta meterme una mano en la boca, dejaré que me atéis con vuestra cinta. ¿Quién será el valiente? Los dioses intercambiaron miradas. Balder miró a Thor, Heimdall a Odín y Hoenir a Frey, pero ninguno hizo ademán de ofrecerse voluntario. Entonces, Tyr, hijo de Odín, suspiró, dio un paso al frente y levantó la mano derecha. —Yo pondré la mano entre tus dientes, Fenrir —dijo.

Fenrir se tumbó en el suelo de costado y Tyr le puso la mano derecha en la boca, tal como solía hacer cuando el lobo era un cachorro y los dos jugaban. Fenrir cerró suavemente las fauces, hasta tener sujeta la mano de Tyr por la muñeca, sin hacerle daño, y cerró los ojos. Los dioses lo ataron con la cinta Gleipnir. Una resplandeciente estela de caracol envolvió al lobo gigantesco, le ató las patas y lo inmovilizó. —Ya está — dijo Odín—.

Ahora, Fenrir, ¡intenta romper tus cadenas! ¡Enséñanos cuán poderoso eres! El lobo se estiró y debatió, empujó y tensó cada músculo y cada fibra de su cuerpo para romper la cinta que lo ataba. Pero cada vez que lo intentaba la lucha parecía más difícil y la cinta reluciente se volvía más fuerte. Al principio, los dioses hicieron muecas burlonas; después empezaron a reírse entre dientes y, cuando estuvieron seguros de que la bestia no podría soltarse y de que ya no suponía ningún peligro, estallaron en carcajadas.

Solo Tyr guardaba silencio. Tyr no se reía. Sentía en la piel de la muñeca el tacto agudo de los dientes del lobo, y percibía en los dedos y la palma de la mano su lengua caliente y húmeda. Fenrir dejó de debatirse y se quedó inmóvil. Si los dioses pensaban soltarlo, era el momento de que lo hicieran. Pero siguieron riendo, de forma cada vez más estentórea.

El estrépito de las carcajadas de Thor, más ruidosas que un trueno, se mezclaba con la risa seca de Odín y las risotadas agudas de Balder. Fenrir miró a Tyr y este le devolvió valientemente la mirada. Entonces, Tyr cerró los ojos e hizo un gesto afirmativo. —Hazlo —susurró.

Fenrir le hincó los dientes a Tyr en la muñeca. El dios no dejó escapar ni un gemido. Simplemente, rodeó con la mano izquierda el muñón de la derecha y apretó con todas sus fuerzas, para que la sangre dejara de manar a borbotones. Fenrir miró a los dioses, que ya estaban atando un extremo de Gleipnir a una roca grande como una montaña. Después cogieron otra piedra y golpearon con ella la roca, para hundirla en la tierra hasta unos abismos más profundos que los del más vasto de los mares. —¡Artero y taimado Odín! —dijo el lobo—. Si no me hubieras mentido, habría sido amigo de los dioses. Pero tu miedo te ha traicionado. Te mataré, padre de los dioses.

Esperaré al final de todas las cosas y entonces devoraré el sol y la luna. Pero lo que más me complacerá será matarte a ti. Los dioses se cuidaron mucho de no ponerse al alcance de las fauces de Fenrir, pero, cuando estaban hundiendo la roca en las profundidades de la tierra, el lobo se retorció y les soltó una tarascada. Con gran presencia de ánimo, el dios más próximo le hincó la punta de su espada en el paladar.

La empuñadura del arma se atascó en el suelo de la boca de la bestia, de tal manera que sus fauces quedaron abiertas y nunca más las pudo cerrar.

El lobo prorrumpió en gruñidos desesperados, y la saliva que manó de su boca formó un río. Los que no supieran que se trataba de un lobo lo habrían confundido con una montaña, con un río brotando de una cueva. Los dioses abandonaron el lugar donde el río de saliva fluía hasta el lago oscuro, sin decir ni una palabra; pero, en cuanto estuvieron a cierta distancia, estallaron otra vez en carcajadas, se dieron fuertes palmadas en las espaldas y sonrieron como suelen sonreír los que piensan que han resuelto un problema con grandes dosis de ingenio.

Tyr no reía, ni tampoco sonreía. Tras vendarse el muñón de la mano, volvió a Asgard con los otros dioses, sin hacer ningún comentario. Y hasta aquí la historia de los hijos de Loki.

Texto: Mitos Nórdicos de Neil Gaiman.


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